viernes, 18 de diciembre de 2009

AQUELLOS CUENTOS DE CHESTERTON…

AQUELLOS CUENTOS DE CHESTERTON…


EL CANDOR, LA SABIDURÍA, LA INCREDULIDAD, EL ESCÁNDALO, EL SECRETO de…


El Padre Joshua Brown,
de la Parroquia de St. Paul, en Norfolk…


…Y de su amigo, el Detective Monsieur Hércule FLAMBEAU,


Y del francés Inspector Valentine, y de…


…el Detective OLIVER QUILLS…


EN


….El sueño de los justos:


El señor Algernon Crane, Jr., vecino de Bristol, descubre con horror, mirando a través del cristal de la ventana, que su padre, el señor Henry A. Crane, yace muerto en su cama, tal vez muerto de un disparo en la frente o tal vez envenenado.


Hay un revólver en el suelo, una taza de té derramada, una pipa sucia y un libro abierto.


Algernon Crane no ha logrado entrar en el cuarto donde yace muerto su padre, porque la puerta está cerrada a cal y canto, con llave y desde dentro.


INTERROGANTES:


1.-¿Cómo murió el Sr. Henry A. Crane?
2.-¿Cómo entró el asesino? ¿Cómo salió?
3.-¿Quién deseaba su muerte?
4.-¿Dispararon el revólver?
5.-¿Envenenaron el té?
6.-¿Por qué cerraron con llave desde dentro?
7.-¿Se habrá suicidado el viejo Sr. Henry A. Crane?


Todas estas preguntas tendrán sus respuestas.
De momento, sean felices, sueñen con las angelitas y angelitos y no se preocupen. El caso quedará resuelto gracias a que el Jovencísimo Detective de Scotland Yard de Bristol,
El Sr. Oliver J. Quills investigará el caso para todos ustedes.
Le ayudará su esposa, Miss Jane Katherine Quills, y sus amigos, a los que todos ustedes irán conociendo si gustan de visitarnos…

viernes, 11 de diciembre de 2009

Bienvenido, señor Quills (1)


BIENVENIDO, SEÑOR QUILLS (1)
Relatos de misterio
del detective Oliver Quills,
narrados por su amigo,
el periodista Nick Breme

EL ESPEJO DE MUSTAFAH






Hacía siete años que el señor Mustafah Saldim arribó al puerto de la ciudad de Bristol huyendo de una recóndita región del Beluchistán. El señor Saldim nunca reveló a nadie las verdaderas razones de su exilio, por lo que, si nuestros amables lectores nos lo permiten, especularemos un poco acerca de este particular, antes de entrar de lleno en la narración de los sucesos que la prensa sensacionalista de la época llamó “la tragedia de la Casa Barstow”.
Al salir del Beluchistán, dejando tras de sí los pocos recuerdos felices de su larga y rutinaria vida, es probable que pensara en que alguien o algo le andaba persiguiendo. Por los testimonios de ciertas personas que conocieron a Saldim indirectamente (siempre fue hombre demasiado reservado para dejarse conocer con cierta profundidad), sabemos que su miedo a la noche era cerval, atroz, inconmensurable. 
De ello podríamos deducir que, si temía la llegada de la noche con su fúnebre cortejo de sombras y penumbras, tal vez temiera la llegada de ladrones, si es que escondía algún tesoro en su equipaje, o –dejando volar aún más nuestra imaginación– si pensamos que Saldim fue un espía, es posible que recelase de un ataque nocturno a manos de agentes enemigos. Sea lo que fuera, nunca sabremos realmente qué fue lo que impulsó a Mustafah Saldim a embarcarse rumbo a Inglaterra, y mucho menos a escoger la costera ciudad de Bristol, cuando es sabido en toda Europa que Londres, Liverpool o Brighton ofrecen al extanjero muchas más diversiones.
En fin, no deseo extenderme más en lo concerniente al exilio de Mustafah Saldim pero es un punto que aún hoy permanece entre tinieblas, y supone una mancha inexplicable en un caso muy enmarañado. 
Las razones de esa emigración –de esa huida oficialmente calificada como “exilio”– quedarán en los anales de la criminología moderna como un leve enigma irresoluble, una cuestión que ni el hoy tan célebre Superintendente Oliver Quills (en la época, un sencillo detective de Scotland Yard) ni todos sus compañeros de entonces lograron aclarar y que a mí, periodista incurable y metomentodo, siempre me atrajo porque me pareció que en esas razones podría cifrarse la clave del misterio.
Desde luego, es evidente que no le agradaba tener que refugiarse en Inglaterra, que por aquella época tanto daño había sembrado en el país del que procedía Saldim. Tras venirse a vivir a nuestras islas y tras convivir entre gente tan diversa como la que forma nuestra patria, es cierto que se sintió animado a mirar con buenos ojos la peculiar ideosincracia británica. Y no hablo sólo de la cultura inglesa, sino también de la europea, a pesar de que los ingleses nunca hemos mirado con buenos ojos lo que se hacía en el Continente.
Se me olvidó decirles, pacientes lectores, que todo esto ocurrió en el mes de octubre de 1929… Lo sé bien porque entonces yo tenía 23 años y sobre todo lo sé porque, como audaz reportero del Bristol Evening, diario local vespertino, me tocó en suerte cubrir la espantosa noticia que ahora paso a relatarles como si fuera una especia de fábula moral.
Ahora que todo se ha aclarado respecto al caso de Mustafah Saldim, podemos fantasear acerca de los motivos de ese exilio, puesto que también a los periodistas nos está permitido imaginar los lados ocultos de las historias que investigamos. huía de su propia historia personal, de sus esquivas amantes, de sus desleales amigos, de su incomprensiva familia, o de los fantasmas del hambre y la pobreza que diezmaban a su pueblo. 
Quería escapar de las pesadillas y de los malos recuerdos que afligían casi todas sus noches; de aquellas horribles imágenes de muerte y decadencia que amargaban casi todos sus días. Hacía siete años que escapaba de su sombra, y aquella noche la sombra de la Muerte le esperaba en el dormitorio que tenía alquilado en Barstow’s Barrel, casa de huéspedes situada en el centro histórico de Bristol. 
En definitiva, aquella huida devolvió al señor Mustafah Saldim un cierto reposo, una paz y sosiego espiritual que ni las más bellos poemas árabes le había dado nunca. Todo lo cual, sumado, le llevó a despreciar sus falsos prejuicios respecto a los ingleses y europeos. Porque, más allá de banderas y fronteras, el viejo señor Saldim sabía que un hombre, como cualquier avecilla, puede construirse un buen nido mientras halle un buen árbol.
       Siempre entre libros, viajaba con una edición de bolsillo del Coram, con volúmenes de mística sufí y con algunos cuadernos donde tomaba notas, día tras día. Sabemos a ciencia cierta que en las páginas de aquellos fatigados libros esotéricos, de esas palabras matemáticas e iluminadas, el propio Saldim garabateaba números, cifras, letras y signos sólo comprensibles para él, o para los seguidores de su inusitada vía espiritual.

[Continuará...]

jueves, 12 de noviembre de 2009

NUEVO TEMA DEL TRAIDOR Y DEL HÉROE: HOMENAJE A JORGE LUIS BORGES

Homenaje a Jorge Luis Borges


Nuevo tema del traidor y del héroe


Ya lo escribió el compadre, el viejito Jorge Luis Borges, pero yo voy a actualizar el viejo tema del traidor y del héroe con una nueva versión. Espero que os guste. A aquellos que les disguste, que se vayan al Diablo, el cual en Sudamérica llaman ‘el Malo’. Érase una vez un hombre -llamémosle Gregorovitch.


Pues bien, Gregorovitch entró en el mundillo de la literatura ultramoderna, de los blogs y la panoplia del ordenador, la mesilla de Baroja y el halago imperfecto y desagradecido.


Érase un hombre calvo, bastante fabulador, inmisericorde con sus amigos, evidentemente frustrado por su poca responsabilidad, desatento con sus amantes y embaucador profesional. O sea, de profesión, falsario. Conoció a otras muchas personas que se daban a sí mismas el nombre de hombres, de buenos y de estupendos.


Entró este señor Gregorovitch en el juego de la pantalla calenturienta y la alabanza desmedida. Llegó a convertirse en un auténtico siervo, en un esclavo del ordenador: pasaba sus horas muertas ante él, con menoscabo de su salud y para perjuicio de propios, ajenos y demás enanajenados que habitan esta NAVE DE LOS LOCOS, como escribiera el compadrito Sebastian Brandt.


Entre esos locos del mundillo internáutico, juntóse con Günther y Gaspart, otros dos solitarios de la pantalla. Günther era de palabra fácil, y Gaspart, de palabra incisiva, sonriente y asesina, es decir, que iba con la faca tras la palabrita dulce.


Se enviaban comentarios, se ponían verdes (de broma, claro, no hay que excitarse, amigos) y hasta llegaron a juntarse en un Bar -llamémosle el JOVELLANOS, para no embrollar más la relación de este verídico apólogo.
Una noche, a eso de la una de la mañana, la Policía de Montealmena, pueblecito a las afueras de Bucaramanga, encontró junto a una esquina, al lado del JOVELLANOS, el cuerpo inerte de Gregorovitch, balaseado y nadando en un mar de sangre parduzca, espesa y repugnante. ¡¡¡Le habían volado la cabeza de tres tiros…!!!


La Policía Federal no estaba segura del todo, pero se concluyó que debió asesinarlo uno de sus inseparables compañeros de correrías en la Red… La Red de Internet, esa interminable red de araña, con las telarañas de la www. y la htttp. y el emiliario electrónico. Le habían pegado tres disparos, tres agujerazos.


Le masacraron la cabeza hasta dejarla como una sandía reventada y aguanosa, en una sanguinolenta e informe masa de cráneo y sesos diseminados aquí y allá. Pero ¿cuál de ellos? ¿Gaspart? ¿Günther? ¿O los dos a la vez?


La Policía no sabía a qué atenerse, y los dos sospechosos principales tenían coartada. Siempre tenían dispuestas una o varias coartadas…


-No me convence este asunto. Aquí huele mal, huele a gato encerrado en la gatera… ¿Por qué esa crueldad con un pobre hombre? ¿Será un loco el asesino? -susurró el Comisario Gottfred al sargento Garrick y a sus otros colaboradores.


Tal vez se suicidara el impresentable Gregorovitch, gregario al fin, autoinmolándose en un gesto final de lucidez y abatimiento. Junto al cadáver, la pistola, y varias colillas que denotaban una larga conversación entre, al menos, dos personas, ya que los pasmas comprobaron dos marcas distintas de cigarrillos, negro y rubio.


Al fin, la policía archivó el caso en el estante de ‘Crímenes irresolutos’, “pero no irresolubles”, se dijo el Comisario Gottfred, encargado de las pesquisas generales de tan horrendo y tenebroso asunto.


Un año después apareció también el cadáver de Günther. Casi la misma escena del crimen, pero distinta arma: un puñal en el costado, en casa del finado, que murió mirando la pantalla de su Pentium último modelo. Gottfred volvió a encargarse del caso.
A los dos días, fueron a detener a Gaspart.


Cuando el Comisario, escoltado por sus dos mejores y fornidos agentes, entró en el piso de Günther -no sin antes forzar la puerta-, hallaron un horrendo espectáculo que ni Dante hubiera imaginado: el cuerpo de un hombre colgaba de la lámpara del salón, mecido al viento y ridículo, como un guiñapo, como un títere o marioneta inanimado y obsceno.


Al pie del cadáver de Gaspart (el cual, para ahorcarse como mandan los protocolos argentinos, se había quitado los zapatos), yacían un taburete volcado y la típica carta de suicidio. El Comisario la abrió.


Éste era el mensaje que Gaspart había escrito (a ordenador, por supuesto, y con letra Times New Roman, impreso en una hoja de cuatro cuartos):




“No se culpe a nadie de mi muerte. Yo les odiaba a los dos. Yo maté a Günther… Les odiaba porque me hicieron pensar que la amistad era posible. No me llamen héroe, ni antihéroe, ni traidor. Llámenme asesino.


Por cierto, también yo maté a Gaspart. Le odiaba aún más que a Günther y por eso, medio borracho y ciego de ira, le aparté de mi pantalla, le aparté de mi soledad y mi desconsuelo, de mi vida de fantasmas. Le aparté de mí, volándole la tapa de los sesos…


Lo demás, fue sencillo. Con una peluca y unas gafas ahumadas fingí ser Gaspart durante casi un año. Incluso engañé al Comisario y sus agentes, cuando vinieron a interrogarme.


¡Pobre Gottfred! Seguro que ahora mismo está leyendo usted esto: desde el infierno, me carcajearé de usted por toda la Eternidad. Burlé a los polis…


Hace poco, usando la cuenta de correo electrónico de Gaspart, entablé aún más amistad con el desgraciado de Günther. También a él le engañé y, cuando supuse que estaría chateando con una de sus geishas virtuales, le clavé un par de veces un puñal en la espalda.


Firmado: Gregorovitch“.


El Comisario Gottfred dobló la hojita impresa con una Hewlett Packard de segunda mano; le pidió un cigarrillo a uno de sus subordinados. Meditó en las palabras: “héroe, traidor, antihéroe”, y decidió que ni la palabra ‘asesino’ le cuadraba a un psicópata como Gregorovitch.


-Bueno -musitó el sargento Garrick, uno de los colaboradores de Gottfred-, parece que el caso, con el suicidio de Gregorovitch, queda ya cerrado, ¿no cree, Comisario?


-Sí, cerrado está. Pero siempre quedan pequeños cabos sueltos…


Garrick siguió parloteando, más que nada para alegrar un poco al deprimido Comisario, que había fracasado… Pero lo cierto es que tampoco los comentarios de Garrick eran muy animados.


-Es una lástima, Comisario. Fíjese, hasta mi mujer, cuando ocurrió el primer crimen, y toda la ciudad pensaba que el difunto era el pobre Gregorovitch, ya le dijo, mi mujer compró todos los periódicos y revistas de esa semana.


-Yo también los compré… -barbotó Gottfred.


-Es que la gente le consideraba un héroe, sobre todo en los foros y en esos sitios friquis de Internet. O, más que un héroe, parecía un mártir. A toda la gente le vendieron en los papeles la historia del mártir asesinado, el héroe anónimo de Internet. Un hombre despiadado, ¿verdad?


-Solitario… Yo diría que era un hombre solitario. Y perverso, sin duda. Un psicópata solitario. Así definiría yo al pobre, al iluso, al falso Gregorovitch.-replicó el Comisario Gottfred.


-¿Solitario? Pero ¿qué dice? ¿Por qué solitario? -Bueno, agente, en realidad los tres eran unos solitarios. Eran tres pérfidos, tres despreciables solitarios, tres felones sin faltas, tres falsarios en el falso mundo de la web.


-¿El de la realidad virtual, Comisario?


-Ése: el evanescente mundo del odio y el amor virtual. El diabólico mundo de la inverosímil e imposible comunicación.
Los tres, el Comisario y sus dos agentes, salieron a la calle. Una niebla comenzaba a espesar las calles, y las farolas -luciérnagas inmóviles- eran la única cosa que recordaba algo amable: la luz.


Un viento gélido sopló, volando el sombrero del Comisario.

Caminaron hacia la Central de Policía, mientras el Comisario fumaba, absorto en sus cavilaciones sobre aquellos tres traidores, aquellos tres héroes solitarios, aquellos tres tristes antihéroes.